La justicia cojea... / Análisis de Ricardo Ávila sobre Reficar

Cada vez que un avión inicia su aproximación final al aeropuerto de Cartagena, lo usual es que pase por encima del canal del Dique y sobrevuele la zona industrial de Mamonal. Es en ese momento cuando la aeronave saca el tren de aterrizaje y la señal de abrocharse los cinturones advierte que la llegada es inminente.

Quienes están sentados cerca de una ventana en el lado izquierdo del aparato se distraen con la vista de la bahía, la isla de Tierrabomba o los edificios de Bocagrande. En el costado derecho, tampoco falta el que se fija en un enorme complejo –que ocupa un área equivalente a la de 170 canchas de fútbol– donde siempre hay una llama que arde en la punta de un pebetero.

Pocos saben que ahí abajo se encuentra el proyecto industrial de mayor envergadura en la historia de Colombia. Pero si se explica que se trata de Reficar, la mayoría de los pasajeros expresa una opinión, pocas veces favorable.

​El motivo es conocido. En 2009, el contratista encargado de la obra presentó un presupuesto de 3.777 millones de dólares y un cronograma de tres años para completarla, pero el plazo requerido acabó siendo el doble y el costo se elevó a 8.016 millones de dólares.

Como consecuencia arrancó un largo debate en el cual no solo intervinieron políticos y numerosos líderes de opinión, sino Procuraduría, Contraloría y Fiscalía General de la Nación. En el imaginario popular se afianzó la idea de que la refinería, propiedad de Ecopetrol, es un caso emblemático de corrupción. 

Sin embargo, semejante apreciación debería cambiar después de que esta semana la empresa petrolera informó sobre un fallo arbitral. En este, la Cámara de Comercio Internacional condenó a CB&I –la firma encargada de hacer los trabajos– a pagar a Reficar unos mil millones de dólares, más los intereses causados desde el 31 de diciembre de 2015.

Sobre el papel, la suma supera con creces los 2,9 billones de pesos en sanciones, consecuencia de un fallo sobre responsabilidad fiscal emitido por la Contraloría en contra de una docena de personas en 2021. También pone en entredicho la validez de varias sentencias penales que a la luz de lo ocurrido partieron de premisas cuestionables.

Si bien faltan meses para que se pueda cerrar del todo este nuevo capítulo, lo sucedido deja lecciones importantes, cambia la narrativa de lo realizado y reivindica a quienes señalaron que nunca hubo crimen alguno, sino un negocio mal estructurado originalmente, junto a un contratista responsable de varios excesos. Queda pendiente la exoneración plena de una serie de personas que fueron injustamente llevadas a la picota pública, pero esa posibilidad es ahora más tangible.

Lo que mal comienza…

Vale la pena devolverse en el tiempo para entender lo ocurrido. Como lo relató en su momento el exministro Rodolfo Segovia en un completo recuento, en 2005 tomó fuerza la idea de modernizar la antigua refinería de Cartagena con el fin de asegurar el abastecimiento interno de combustible, mejorar su calidad y abrirles la puerta a otros encadenamientos industriales.

Dado que una iniciativa de este orden podría golpear la posición de caja de Ecopetrol, la administración de Álvaro Uribe optó por un esquema en el cual un socio extranjero tendría el 51 por ciento de una nueva compañía y la parte colombiana aportaría terrenos e instalaciones. Tras un proceso licitatorio, la multinacional Glencore se llevó la puja, si bien algunos cuestionaron que no tenía experiencia en el asunto.

Con el fin de suplir sus falencias, el accionista mayoritario escogió a Chicago Bridge & Iron (CB&I) como contratista general para ingeniería, compras y construcción. La intención era instalar 34 unidades de refinación fabricadas por proveedores especializados, con una capacidad de procesamiento de 150.000 barriles de petróleo al día, así como niveles de eficiencia que no existían en ningún otro lugar de América Latina.

El modelo utilizado fue el de costos reembolsables, usual en el sector. Sin embargo, faltaba la ingeniería de detalle, que es la que define estructuras, tuberías, cables, elementos eléctricos o controles, entre otros. Aun así, algo se avanzó en ciertos pedidos, sin que hubieran comenzado las obras civiles de terrenos y cimientos.

A todas estas, en septiembre de 2008 estalló la crisis financiera global que golpeó las fuentes de financiamiento. La coyuntura fue aprovechada por Glencore para pedir la suspensión del proyecto. Ante este cambio meses después Ecopetrol le compró su parte al socio extranjero, con un descuento del 45 por ciento sobre lo invertido.

Aunque en algún momento se examinó la posibilidad de cambiar la modalidad de contratación o al propio CB&I, tras numerosas reuniones de junta directiva Ecopetrol decidió continuar con quien estaba desde el principio. Para tenerlo en cintura incorporó a la reconocida firma Foster Wheeler con el fin de que revisara el avance de las obras, la validez de las compras y la pertinencia de las facturas por reembolsar.

Con relativa rapidez quedó en claro que el emprendimiento era mucho más grande de lo que se pensaba. En términos prácticos, se acabaron subestimando las obras necesarias y sobrestimando el rendimiento del personal encargado del montaje.

Para colmo de males, la ola invernal de finales de 2010 hizo necesario que se enterraran muchos más pilotes que los calculados, mientras que un movimiento de huelga posterior, impulsado por la Unión Sindical Obrera, causó retrasos considerables que Segovia calcula en 500 millones de dólares. De tal manera, una hoja de ruta con detalles parciales se combinó con problemas en el terreno.

Ante la convicción de que CB&I era un contratista defectuoso, desde 2011 se comenzaron a documentar las fallas con el fin de recurrir eventualmente a un tribunal de arbitramento. Más allá de los roces continuos, la conclusión de los administradores fue que cualquier opción era peor que seguir hasta el final con el de siempre, pues los atrasos y los costos serían mayores, para no hablar de la alternativa de dejar las cosas a medio hacer y abandonarlo todo.

Finalmente, en 2015 comenzó a operar Reficar. A parte del pecado original en la planeación y los imprevistos surgidos posteriormente. Administración y Junta directiva consiguieron que un descenlace positivo.

Mientras la polémica se encendía por los retrasos y la cuenta definitiva, técnicamente las cosas anduvieron bien. Tanto, que hace poco se completó una expansión que aumenta la capacidad de refinación, la cual en diciembre pasado llegó a una carga de 226.000 barriles de petróleo diarios.

Las cifras de lo conseguido hablan por sí solas. En 2022, la Refinería de Cartagena alcanzó ventas totales por 6.313 millones de dólares, una utilidad neta de 499 millones y pagó impuestos por el equivalente de 44 millones de dólares. El ahorro en importaciones desde el arranque ascendió a 15.000 millones de dólares, a lo cual se agrega la entrega de combustibles menos contaminantes, primordialmente dirigidos al consumo interno, y la posibilidad de desarrollar hidrógeno verde, fundamental en la transición energética.

La feria de rumores incluyó supuestas bacanales en yates o salarios escandalosos, pero ninguno acabó siendo cierto.

 

Madeja enredada

Ante lo sucedido, salta a la vista que terminar el proyecto acabó siendo la decisión correcta. También lo fue preparar el campo para plantear las reclamaciones que se hicieron en 2016 durante la presidencia de Juan Carlos Echeverry, cuyo desenlace tuvo lugar esta semana. Lo anterior no evita afirmar que se cometieron errores varios, siendo el mayor de todos haber comenzado con un mapa incompleto.

Pero las equivocaciones son bien distintas a las afirmaciones hechas. Al sentenciar hace un par de años a los funcionarios acusados, la Contraloría dijo que estos “en ejercicio de su gestión fiscal directa o indirecta, de manera antieconómica, ineficiente e inoportuna, contribuyeron a esta billonaria pérdida de recursos públicos, que se convierte en el mayor detrimento patrimonial del Estado colombiano en toda su historia”.

Por su parte, el entonces fiscal general, Néstor Humberto Martínez, señaló que la evidencia mostraba que “los administradores le entregaron la chequera de Reficar a CB&I para que este dispusiera como quisiera del dinero de los colombianos”. Tan solo la Procuraduría, tras ocho años de investigaciones, concluyó en enero de 2021 que no había existencia de conductas dolosas o culposas y descartó cualquier acto de corrupción.

Aun así, la postura de que hubo despilfarro, y por lo tanto alguien tiene que pagar por ello, sigue vigente. La tesis es que cualquier desviación del presupuesto inicial es injustificable pues acaba afectando la expectativa de rentabilidad del proyecto. Esta misma aproximación también se utilizó en el proceso de Hidroituango. Bajo esa lógica, un rendimiento inferior al propuesto acabó definiéndose como una pérdida.
Puesto de otra manera, importa poco que en este caso la tasa interna de retorno haya sido siempre positiva. Incluso los márgenes obtenidos vienen en ascenso, pero ese buen comportamiento no se reconoce.

Obviamente, el panorama financiero de Reficar mejorará todavía más una vez reciba el dinero que le reconoció el tribunal de arbitramento. Dependiendo de la decisión que tomen sus directivos, podrá pagar la deuda asociada a la construcción con mayor rapidez o explorar inversiones adicionales.

Mientras eso sucede, es procedente la reflexión sobre la manera en que actúan ciertos entes estatales. De vuelta a la Contraloría-cuya postura implícita era que resultaba preferible no terminar la obra- salta a la vista la falta de capacidad analítica y de recursos técnicos en un organismo que se mueve al vaivén de la opinión y de los intereses políticos.

Con un presupuesto para 2023 que asciende a 1,3 billones de pesos (de los cuales 960.000 millones corresponden a gastos de personal), lo mínimo que debería exigir la ciudadanía es que en el balance entre costos y beneficios los segundos sean mayores que los primeros.

También son censurables las insinuaciones de corrupción que tuvieron eco en los medios de comunicación, sin que existiera prueba alguna. La feria de rumores incluyó supuestas bacanales en yates o salarios escandalosos, pero ninguno acabó siendo cierto.

Lo que sí es real es que CB&I no hizo bien el trabajo que le correspondía y que acabará pagando por ello. De hecho, en el tribunal de arbitramento llegó a reclamar 400 millones de dólares, pero esas pretensiones fueron desestimadas.

Lamentablemente, a pesar de la reparación, hay daños que están hechos y son irreversibles. A nivel general es grave lo que puede pasar con múltiples ejecutorias públicas, pues el mensaje subyacente es que, cuantos menos riesgos se tomen, menos problemas. Además, en un país con tantas falencias, no será fácil integrar juntas directivas o conformar equipos gerenciales de primera línea en el sector público si la recompensa es acabar con la honra y el patrimonio del funcionario de turno.

“En el plano personal, esto ha sido demoledor”, reconoce Javier Genaro Gutiérrez, quien fuera presidente de Ecopetrol entre 2007 y 2015. No obstante, subraya que no solo obró correctamente, sino que la evidencia está a su favor: “A pesar de todo, Reficar es una excelente inversión que respondió a los objetivos fijados”. Y concluye: “Es una obra que merece mirarse con respeto”.

Ahora lo que debería suceder es que tanto los entes de control como la justicia reconozcan sus pasos en falso, algo que no parecer que vaya a ocurrir con la Contraloría y que en último término dependerá de las apelaciones en curso. “Esta es una oportunidad para que unos y otros revisen la idoneidad de sus fallos”, subraya el experto Jaime Millán.

Solo así se podrá pasar la página y centrarse en el futuro de una refinería que debe y merece seguir operando para elaborar los combustibles del presente y del futuro, mientras el país mantiene su autosuficiencia energética. Perderla sí que constituiría un verdadero detrimento patrimonial.

RICARDO ÁVILA
Especial para EL TIEMPO

Noticia El Tiempo 

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